miércoles, 30 de marzo de 2016

Levedad


No te diré mi nombre
para que no te asustes.
Para que no estés triste
cantaré para ti.
Mi canción es sencilla
como un barco chiquito
que ni siquiera sabe
que sólo es de papel.
No tengas miedo nunca.
Pero si tienes miedo,
toma mi mano, aprieta
tu mano junto a mí.
Yo soy la que podría
curarte de la vida.
Pero a mí ¿quién me cura?
También yo sé temblar.
Yo soy el que vigila
tus ojos cuando duermes
y estoy junto a tu cama
en cada amanecer.
No te diré mi nombre,
quizás tú ya lo sepas.
Los dos sabemos tanto…
¡Ahora toca vivir!

Procedencia de la imagen: © Paula G. Furió



Rescatado de los Arcones de la Posada.
Primera publicación: 8 de mayo de 2009; 22:51.  Hora de verano de Europa Central.

martes, 22 de marzo de 2016

Al azar del viento



Frutos
Recogí contigo los frutos del azar.
Contigo del azar recogí los frutos.
Los frutos contigo recogí del azar.
Frutos del azar los recogí contigo.
Del azar contigo recogí los frutos.
Azar del contigo los recogí frutos.


Hojas
Lo que la gente llama casualidad.
Que la gente lo llama causalidad.
La gente lo llama que casualidad.
Gente que lo llama la causalidad.
Llama lo que gente la casualidad.
Casualidad la gente que lo llama.

                                      


Imagen, de autor no identificado, tomada de aquí.

sábado, 19 de marzo de 2016

Una hora, todas las horas

Luz apagada
la Hora del Planeta
en la Posada.

Un años más, sin otra convicción que la de creer aún en el poder de los símbolos para avivar la consciencia, en la Posada nos unimos a esta iniciativa global que al menos debería servir para poner en primer plano nuestra responsabilidad, individual y colectiva, en la salud de la Tierra. 
Curiosa coincidencia que el Día del Padre sea en esta ocasión el elegido para acordarnos de nuestra Madre.

jueves, 17 de marzo de 2016

La tos


Mientras trato de leer un artículo que apela a una muy peculiar concepción de la belleza, sufro un golpe de tos que conmueve todo mi edificio corporal, desde los cimientos a la azotea, con especial repercusión en las cajas interiores, ascensores, conductos de suministro y desagües. Esta experiencia de la tos es conmocionante, incluso conmovedora. En su advenimiento, quizás porque la expectoración remueve a fondo limos arraigados, se produce un a modo de vaho que huele, claramente, a enfermedad. O, con más exactitud, a atmósfera oprimida. Gases aprisionados por sus moléculas más pesadas que, además de lastrarles la volatilidad, hacen que se fijen en zonas corporales rastreras, donde se mezclan con todo tipo de residuos. Todo lo que en el cuerpo es resultado de las imperfectas combustiones. O también, lo que la alteración del proceso industrial del buen funcionamiento del edificio produce como resto no asimilado ni asimilable, pura filfa con su hedor gratuito. Y, sin embargo, en esta experiencia mórbida de la tos convulsa hay también un atisbo de realidad superior, cierto camino al trance. Ecos, tal vez lejanos pero sin duda existentes, de un movimiento derviche que traen a la memoria, y al paladar del alma (nada menos), una pizca del sabor de la melopea mística y la textura olorosa de un vuelo de incienso, sin duda algo rancio, pero todavía penetrante. Un aroma que se apodera de las papilas y los poros y, antes de que haya podido darme cuenta, me recuerda que ya está a punto de comenzar, en un nuevo ciclo del carrusel cada vez más vertiginoso, la semana de pasión. 

(Tiempo contado, 17 marzo 2016, 10:04 h)


Imagen superior, de autor desconocido, tomada de aquí. 
El supuesto parecido con un retrato infantil de Íñigo Errejón es infundado.

lunes, 14 de marzo de 2016

Rumores infundados

Cercanías del mar (Menor). ©  AJR, 2014.

Podría decirse, por la luz, que ayer fue el primer día de la primavera. Aunque la noche fría, casi heladora, lo desmintió. Como se ve, también en la naturaleza hay rumores infundados. 
Estas observaciones nos reconcilian con el deseo de entender la vida en todos sus extremos. Y no sólo desde el punto de vista humano, demasiado humano. Porque todo ocurre de la misma manera y sólo las variaciones pueden dar cuenta de lo que podemos aspirar a comprender.

(Tiempo contado, 14 marzo 2016, 11:41)

jueves, 10 de marzo de 2016

Lætitia Jarry


Si yo digo que tenemos una reina que no nos la merecemos, ustedes pueden entender lo que les plazca. Aquí, donde cae la hojarasca. O en la corte monegasca. Como prefieran. Pero lo que sí es real del todo es que tenemos una reina a la que no acabamos de comprender bien. O que quizás no sabe explicarse, por más que sea, haya sido, una profesional, y acreditada, de la comunicación. Veamos, por ejemplo, esos eseemeeses que ha desvelado el diario.es y en los que doña Lætitia da pruebas de ser poseedora de un estilo entre naif y acanallado en las distancias cortas expresivas, también entre cursi y campechano, cuando se trata de mandarle su apoyo de colega a un al parecer buen amigo de juventud, además de, según cuentan algunas crónicas, cómplice necesario para que ciertas citas premonárquicas se lograran y se mantuvieran en la intimidad. Nada del otro mundo. Ahora bien, lo que más llama la atención en su texto son esa «mierda» castellana y, muy especialmente, el «merde» francés, que brillan como joyas léxicas en pleno centro de los mensajes. Sospechábamos que Lætitia no es ni podrá ser nunca una reina convencional. Pero pocos han caído en la cuenta de que lo que en verdad está haciendo aquí la soberana es citar nada menos que a Alfred Jarry, quien en su Ubu Roi, precisamente, rompió con todas las convenciones teatrales e hizo que un actor se adelantase hacia el público, y mirándole fijamente a los ojos, lanzase aquel «MERDRE!» que todavía resuena en la dramaturgia occidental. La reina, que es persona cultivada y, según cuentan, bienhumorada, sin duda estaba pensando en Jarry y se puso, expresivamente, en jarras. Lo suyo no era tanto un chatear a la patalallana como hacer un puro ejercicio de patafísica. Y eso es todo.

Caricatura tomada de aquí.

lunes, 7 de marzo de 2016

Yo estrené mi juventud (aunque hace ya tanto...)


Al conocer la muerte de Francisco García-Salve, más conocido como «Paco el cura», inevitable y melancólicamente me he acordado de este libro, Yo estrené mi juventud, el primero y único que leí de él, en los años de Salamanca, en el colegio-seminario de San Agustín, supongo que hacia 1967 o 1968. No recuerdo apenas su contenido, pero sí que su tono me pareció entonces muy moderno en relación con otros «libros de formación» de la época. Y que debía de estar en sintonía con los tiempos de aggiornamento (es paradójico cuánto ha envejecido esta palabra) que se vivían entonces en la Iglesia. Aires nuevos que, en buena medida, fueron los responsables del cambio ideológico que a partir de los años sesenta y setenta fue extendiéndose entre buena parte de los jóvenes que fuimos educados en la más estricta ortodoxia de una España en la que la Iglesia y sus estructuras educativas eran casi la única vía para acceder a la cultura, a través de una enseñanza que, pese a todas sus constricciones, tenía la virtud de que no impedía la capacidad de reflexión (ni de construir frases subordinadas).

En lo poco que recuerdo de esta obra, tal vez muy comparable a ciertos manuales de autoayuda que hoy tienen tanto éxito, el mayor acento se ponía sobre una especie de entusiasmo vivificante (ese era, creo, el adjetivo): un ejercicio de alegría basado en el mensaje del amor de Cristo que, a diferencia de otras ideas dominantes y castradoras, además de a menudo terroríficas, estaba planteado en sentido positivo, incluso eufórico, tal como indica la propia ilustración de la cubierta del libro.

Al lado de las enseñanzas que por entonces se nos inoculaban con rigor minucioso, en este y en otros libros similares, de autores como José María Cabodevilla o Michel Quoist, muchos adolescentes de aquella época encontrábamos algo distinto que nos resultaba muy atractivo: un tono en el que, frente a la terrible negritud de obras como Energía y pureza,  quizás el mayor tratado de sadomasoquismo que haya leído nunca (lo dice alguien que en su juventud posterior fue lector de Sade y de Sacher-Masoch), nos acercaban una cara amable de nuestra fe de entonces y, en ese sentido, nos ayudaban a sentirnos menos desgraciados. Y estaba, además, el estilo: un lenguaje de cierta calidez, apoyado en un tono directo y en metáforas estimulantes que incluso podían parecernos provistas de calidad literaria.

No sé hasta qué punto en esta obra de su etapa como pedagogo jesuita estaba ya presente algún atisbo del acento social y comunista al que García-Salve dedicó el resto de sus días, al parecer sin entrar nunca en contradicción con los fundamentos de su fe, salvo en lo tocante a los dogmas jerárquicos. Tal vez no fuera un asunto cuyo estudio esté carente de interés. Y más en estos tiempos en que la confusión ideológica no solo es notable sino que a menudo resulta difícil saber de qué se está hablando cuando se habla de ideología.  

Esta mañana, cuando la cita diaria de la muerte ha subrayado, entre otros, el nombre de García-Salve, en alguna zona de mi disco duro se ha encendido la frase que encabeza este post. Y con ella, esta reflexión inacabada y algo perezosa sobre un asunto que, si bien puede que no sea del todo indiferente a los asuntos que hoy se dilucidan en el debate (y combate) ideológico, de forma inevitable se consuma y se consume en la consabida pero inevitable conclusión del tempus fugit. Y cómo.