viernes, 28 de mayo de 2010

sábado, 15 de mayo de 2010

Ramayana


A grandes males, grandes remedios. Frente a los numerosos desaguisados políticos y económicos que se están cociendo por doquier ante nuestras narices (¡huelan, huelan!) y nuestra impotencia, me parece que una forma recomendable de intentar no sucumbir al desaliento es abismarse en los 24.000 versos del Ramayana (Rāmāiaņa), una de las dos grandes epopeyas indias, verdadero compendio de tradiciones del subcontiente asiático y como tal uno de los pilares de la cultura humana.

La obra acaba de ser publicada en su cada vez más indispensable colección Memoria mundi por la editorial Atalanta, esa masía editora dirigida con su habitual mezcla de elegancia y savoir-faire por Jacobo Siruela e Inka Martí. La crítica especializada dice de ella que es la versión en español más valiosa y completa editada hasta ahora. Ha sido traducida por Roberto Frías a partir de la versión inglesa de Arshia Sattar, catedrática de la Universidad de Chicago, considerada como la mejor traducción realizada directamente desde el sánscrito a un idioma occidental.

En el excelente Prólogo de la obra, al que puede accederse desde este enlace de la edición digital de El País, se resume así su argumento:


El Rāmāiaṇa de Vālmīki cuenta la trágica historia de un príncipe virtuoso y obediente que debería ser rey y que es enviado al exilio por un ataque de celos de su madrastra. Los verdaderos problemas de Rāma comienzan cuando se interna en el bosque para vivir ahí durante catorce años, acompañado de su hermosa consorte Sītā y su devoto hermano menor Lakṣmaṇa. Sītā es raptada por Rāvaṇa, el malvado rey rākṣasa, quien la lleva a su lejano reino, en la otra orilla del océano sur. Rāma y Lakṣmaṇa se disponen a rescatarla y, en el camino, sellan una alianza con un rey mono desposeído. El consejero del rey mono, Hanumān, se convierte en el valioso aliado de Rāma y juega un papel decisivo para que la misión de rescate de Sītā sea un éxito. Al final de una sangrienta guerra con los rākṣasas, Rāvaṇa muere y Sītā se reúne con su esposo. Rāma y sus compañeros regresan a la ciudad, donde el héroe reclama el trono que le pertenece. […] El universo en el que tienen lugar los hechos queda ampliado por dioses y criaturas celestiales, dádivas y maldiciones, armas mágicas, carrozas voladoras, sabios poderosos, animales maravillosos, simios heroicos y rākṣasas aterradores. Un aspecto crucial de este universo expandido, que incluye la presencia de lo divino, es el hecho de que Rāma es una encarnación, un avatāra, del gran dios Viṣṇu. En el Rāmāiaṇa de Vālmīki, Rāma no sabe esto. Aunque los dioses están de su lado en todo lo que emprende y a menudo parece que le ayudan, a él o a sus aliados, Rāma atraviesa la historia sin saber que nació mortal con el deliberado propósito de matar a Rāvaṇa. El plan de los dioses se convierte en el destino personal de Rāma y debe ejecutarse hasta el final. Al acabar la guerra, los dioses aparecen y le revelan quién es.



Que Hanuman nos aclare la mente.


Imagen
Batalla entre los ejércitos de Rama y el Rey de Lanka.
Copyright © The British Library Board.

Fuente

miércoles, 12 de mayo de 2010

Ser Ozores o no ser OzoreS


No sé la razón, pero cada vez que se muere un grande del humor de los que me acompañan desde niño (a veces pegajosos y hasta latosos como una piel no deseada), tengo la sensación de que se ha producido un desahucio en 13, Rue del Percebe.

Ayer le tocó el turno a Antonio Ozores, en cuyos ojos siempre me ha parecido ver un cansancio infinito, desmentido al momento por la prodigiosa verborrea y un surrealismo ibérico de larga tradición.

La saga de los Ozores viene de lejos y sigue, tan poblada ya... que incluso, como por azar, formula el viejo dilema en nombre propio y con camino de ida y vuelta.

Imagen de Antonio Ozores tomada del blog Lady Filstrut.

En Youtube he encontrado este conocido pasaje de La venganza de Don Mendo. Ripios inolvidables.

jueves, 6 de mayo de 2010

A ritmo de mandangas

Ha llegado a la Posada el Libro de las mandangas, un delicioso repertorio de poemas infantiles premiado con el accésit del VII Premio «Luna de aire», uno de los más prestigiosos galardones españoles destinados a poesía infantil, promovido por la Universidad de Castilla-La Mancha.

El libro está firmado por Darabuc, que es uno de los seudónimos de un buen amigo, Gonzalo García, escritor y traductor, así como experimentado cibernauta de amplios intereses y pasiones, al que algunos de los habituales de este albergue, y en especial los viejos conocidos de poesia.com, reconocerán mejor por el nombre de Djembé.

Darabuc, que ya había obtenido el premio citado con La vieja Iguazú, es autor también de dos hermosos álbumes en los que recrea con originalidad no exenta de osadía sendos cuentos tradicionales: Ojobrusco y Sopa de nada, ambos editados con el exquisito cuidado con que suele hacerlo la editorial gallega OQO. Me consta que en el telar hay nuevos proyectos en esta misma línea ya muy avanzados.

Y Darabuc es también el titulo de la bitácora sobre literatura infantil que Gonzalo mantiene activa desde hace ya unos años y que se ha convertido en un lugar de referencia de la especialidad. Merece la pena darse una vuelta por ella (y por sus sucursales).


Ж

En este Libro de las mandangas el autor muestra un dominio cada vez más afinado de algo que puede parecer sencillo pero no lo es: un lenguaje natural a la altura de los juegos y las travesuras infantiles, capaz de recrear, sin impostarla, la mirada del que todo lo mira por primera vez. En ese idioma caben desde la genuina ingenuidad o la ternura, hasta la picaresca disculpa del sorprendido in fraganti y el vuelo libre de algunas ocurrencias que son verdaderos hallazgos metafóricos.

Con esta obra, ilustrada con sobriedad por Arturo García Blanco, Darabuc consigue añadir al acervo de la
literatura popular infantil un puñado de nuevos seres, que a veces son divertidos artefactos sonoros, otras ingeniosas parodias o burlas, sin que falten algunas piezas incisivas y hasta melancólicas. O incluso una nana-denuncia que se canta al ritmo de la pesambre y que pone un significativo contrapunto en la cuidada sección de «caricias y nanas para recién nacidos» en que se inserta.

Además, la obra tiene un valor complementario: añade a las retahílas, decires, sones, cantares, suertes y otras voces propias de las actividades al aire libre un nuevo y prometedor género: la mandanga. Es ésta una composición de variada temática y forma variable que se caracteriza por su carácter no mostrenco, lo que quiere decir que huye de repetir lo ya sabido, aunque tampoco lo niega. Textos, en suma (pero también en resta, multiplicación y en cualesquiera otra álgebra poética), que prolongan y refrescan la tradición.

He aquí una muestra, tal vez no la más significativa, pero para mi gusto una de las más divertidas, digna de ser tenida en cuenta incluso por el Instituto Cervantes en sus campañas de promoción del español.

Mandanga del veraño
A don Eduardo Polo, porque el Chamario me molo

Se perdió el saco de Juana
con su tienda de campana.
Y ahora duerme en saco ajeno
cada vez que tiene sueno.

En la fuente, Juan Marrano
quería chupar del cano.
Lo copió de Juan Cochino,
que no es menos puerco el nino.

Gimoteó Juan Lloruno,
cuando se hizo un rasguno.
El doctor le dijo, en vano:
«¡No te has hecho tanto dano!»

Y una excursión al moliño...
Y el río, tan cristaliño...
¡Hubo de todo, en veraño!
¡Todo eso ños pasó!

Y como postre visual, este interesante vídeo del CEPLI (Centro de Estudios de Promoción de la Lectura y Literatura Infantil), donde pueden ver a Gonzalo, junto a los demás galardonados (y especialmente, la ganadora de esta edición de «Luna de aire», Gracia Iglesias), en el acto de presentación de los mencionados premios.




miércoles, 5 de mayo de 2010

Majaderos y felones



Es en las situaciones complicadas donde mejor se ve la condición de las personas, políticos incluidos.


A juzgar por las apariencias y por las presencias reales, se diría que la gente sensata ha desertado de la normalidad o se ha retirado a un segundo plano invisible, y el centro del Patio (también llamado Aquí, Este País o incluso Patria) ha quedado a merced de solo dos especies de ciudadanos, súbditos en el fondo cada cual de su ceguera propia.

Por un lado están los majaderos, bobos espesos que, incapaces de aprender de sus errores, los reiteran una y otra vez y otra vez y aún otra, confiando mostrencos en que de ese modo pueda llegar a borrarse la realidad.


Por otro lado (que también puede ser el mismo), los felones, aunque disimulantes, no pueden dejar de evidenciar que su pericia básica es el ventajismo, y su lema, ya viejo y aburrido como la traición, se resume en el consabido y reptante «cuanto peor mejor».


Y así estamos, entre majaderos y felones, esperando que llegue el apocalipsis, a ver cuál de las dos calañas (poco que ver con lo que dijera Machado) nos hiela antes la sangre.

«Pero qué leches --dice el Invitado--, ¿es que aquí nadie va a tener un poco de cordura?»




Imagen
Max Ernst, The Barbarians (1937) Jacques and Natasha Gelman Collection.

© 2010 Artists Rights Society (ARS), Nueva York / ADAGP, París.

Fuente
Heilbrunn Timeline of Art History. New York: The Metropolitan Museum of Art.

lunes, 3 de mayo de 2010

Urtain, crónica negra



No me sorprende que la obra teatral Urtain, un montaje del grupo Animalario con texto de Juan Cavestany y dirección de Andrés Lima, haya copado los principales premios Max de las Artes Escénicas (victoria por KO en nueve "asaltos", aunque cantada por error antes de tiempo).

Vi la obra, semanas después de su estreno, en una sala-ring del Teatro Valle Inclán de Madrid y creo que es algo más que una mera aproximación a la tragedia del boxeador José Manuel Ibar Urtain. En realidad, con ese pretexto nos ofrece una crónica veraz y relevante, dura pero objetiva y bien documentada, de los años finales del franquismo. Muestra un retrato, breve pero suficiente, de los valores dominantes en una sociedad todavía atemorizada que no sabía muy bien qué hacer para dejar atrás su largo aislamiento, la negrura de un pasado ominoso, el peso asfixiante de la falta de libertad y la esclerosis a la que se veía condenada por una moral hipócrita y castradora. Y en la que la espectacularización de la vida privada empezaba a formar parte del paisaje social.

También conocido como «el morrosko de Cestona», José Manuel Ibar (nacido en 1943) fue un portentoso levantador de piedras, además de campeón de otros duros deportes euskaldunes, entonces meramente vascos. Noble e ingenuo según quienes le conocieron, creció en un entorno familiar brutal y primario: las terribles circunstancias que rodearon la muerte de su padre, cuya escenificación es una de las escenas cruciales de la obra, parecen propias de una tragedia arcaica y sin duda marcaron su vida.

Un día, el fornido aizkolari (cortador de troncos) y harrijasotzaile (levantador de piedras) fue tentado por la búsqueda del dinero fácil a través de los sórdidos manejos del mundo del boxeo y, ya transformado en Urtain, comenzó a ganar combates con gran facilidad y conoció, por dos veces, la gloria de ser campeón de Europa de los pesos pesados. Pese a las expectativas creadas, y tal como denunciaban los entendidos, no tardó en ponerse en evidencia su falta de calidad pugilística. El declive se precipitó y Urtain terminó su vida deportiva formando parte de espectáculos más circenses que propiamente deportivos. Toda su carrera estuvo plagada de irregularidades y de combates más o menos amañados.

Personaje de enorme popularidad a finales de los años sesenta y durante los setenta, el ex púgil soportó mal su paulatina pérdida de fama y no supo acomodarse a una vida sin el relumbrón y los placeres fáciles de los que había gozado. Tras fracasar en diversos negocios y hastiado de la fatalidad que parecía perseguirle («qué he hecho yo para que todo lo que hago sea tan sucio», llegó a decir), acabó sucumbiendo a una profunda depresión que lo llevó al suicidio: el 21 de julio de 1992 se arrojó por la ventana del décimo piso en el que vivía en una calle del madrileño Barrio del Pilar.

Nunca vi ninguno de sus combates (ni siquiera por televisión), aunque sí escuché con interés las retransmisiones radiofónicas de sus peleas decisivas y seguí por la prensa las polémicas surgidas en torno a su carrera. Llegué a verlo en persona varias veces, cuando ya había abandonado el ring, allá por 1977 o 1978, por algunos bares de la calle Cartagena, en Madrid.

De las diversas virtudes que tiene el montaje de Animalario, coproducido por el Centro Dramático Nacional, destacan en mi opinión sobre todo dos. En primer lugar, el excelente, impecable, trabajo interpretativo de Roberto Álamo, que ha indagado tanto en la fisonomía y los gestos tan reconocibles del púgil como en el hondo drama de su personalidad, hasta conseguir un retrato capaz de suplantar al original. En la composición de su papel, Álamo ha sabido incorporar con enorme destreza la extraña mezcla de ingenuidad, rudeza, desconfianza y ambición que, bajo los efectos del desarraigo, se acabó transformando en una carga explosiva en la vida del muchacho de Cestona. Su trabajo sobresale como el soberbio ejercicio de un solista sobre la eficaz, ágil y bien ensamblada actividad coral del resto del reparto, donde no faltan nombres tan conocidos como el de Alberto San Juan.

En segundo lugar, me pareció un gran acierto el formato de crónica radiofónico-periodística de un combate de boxeo con el que se presenta la obra, que de ese modo avanza a golpe de máquina de escribir y a pie de micrófono. Convirtiendo el escenario en un ring y la propia representación en una velada boxística, con algunas pinceladas bien dosificadas del mundo del music-hall y otros géneros afines, el montaje saca un extraordinario partido de los rituales del pugilismo que de por sí poseen gran eficacia dramática, como tantas veces han demostrado el cine y la novela negra. La crónica, además, es literal, se organiza como un viaje hacia atrás en el tiempo y está enriquecida por la presencia de otros fetiches de época (Raphael, Lola Flores, la voz de José María García…).

Urtain, en suma, es un reportaje vivo, ameno, trágico y veraz que contiene en su interior la crónica negra de una tragedia humana capaz de mostrarnos algunas claves candentes de un pasado sobre el que todavía (a la vista está) es necesario seguir reflexionando.

Imagen: Escena de la obra.


sábado, 1 de mayo de 2010

Marilyn


«El Acento», esa sección sin firma, a modo de comentario editorial ligero y alternativo, que la edición impresa de El país incluye junto a sus editoriales serios y el impagable oráculo diario de El Roto, pone hoy su ídem en la figura de Marilyn Monroe. Y lo hace con el buen tino y la gracia habituales de esta sección que poco a poco se está convirtiendo en una de mis favoritas. Un oasis entre la espesa y casi siempre enojosa prosa (aunque disculpable si se tiene cuenta la materia y los personajes que suelen circular por el patio de lo noticioso).

El artículo y la noticia que contiene (la publicación en breve de poemas, fragmentos de diario y otros escritos de Norma Jean) me han traído a la memoria la conocida foto que encabeza estas líneas (de hecho se cita en el artículo). La imagen nos muestra a la actriz (aunque no como actriz) absorta en la lectura del Ulysses, avanzando ya de forma completamente entregada por sus páginas finales, quizás atrapada en las redes gibraltareñas y ensoñadoras de la memoria de Molly Bloom.

La foto, tomada en 1955 por la fotógrafa Eve Arnold, ha sido con frecuencia interpretada como una irónica “alianza de contrarios”: la belleza descerebrada confrontada con la inteligencia árida e incluso fea. A veces también ha servido para ilustrar campañas de animación a la lectura de tintes paternalistas y hasta machistas («si ella puede, cualquiera puede»). Ese fue, al parecer, el objetivo del reportaje de Arnold.

Ambas consideraciones contienen, al menos, un error de bulto. O, más exactamente, muestran el efecto de los muchos estragos mentales que causa la asunción alegre de los tópicos. En este caso, que la belleza física y el glamour están reñidos con la inteligencia, o que ésta difícilmente puede sobrevivir en un cuerpo espléndido..., lugar común este último que a la postre viene siendo verdad, pero por el otro lado, por dimisión del cuerpo, que es materia más quebradiza.

Ya sabíamos que Marilyn, pese a lo que con ella trataron de hacer algunas películas (y más aún algunos críticos), no era la muñequita rubia, ingenua y vacía, ideal para ilustrar el reclamo miope del “sé bella y cállate”. Ahora, al leerla, incluso podremos levantar, guiados por su propia mano, algunos velos de su sensibilidad. Seguro que darán pie para entender un poco mejor el inmenso poder de su mito. Y seguro, también, que escribiera como escribiera, la seguiremos amando por lo que fue y será siempre: la novia más carnal de nuestros pocos años.

Ha llegado mayo y vuelve Marilyn. ¿Quién dijo crisis?

Dejo una secuencia no por conocida menos inolvidable de Con faldas y a lo loco. El final del vídeo, por cierto, contiene una elocuente ilustración de la ingeniosa frase de Carmen Martín Gaite que se cita en «El Acento».