viernes, 12 de marzo de 2010

La cinta blanca

Aunque me alegré de que no desbancara a El secreto de sus ojos en el Oscar al mejor filme de habla no inglesa, la verdad es que ese premio lo hubiera merecido con igual justicia La cinta blanca (Das Weise Band), la última película de Michael Haneke, una visión tan estremecedora como verdadera de los nidos secretos (u ocultados) en los que se incuba o puede incubarse la maldad y el horror en el corazón de los hombres.

La voz cascada de un narrador, del que poco después sabremos que es el maestro, no sitúa en un pueblo del norte de Alemania en los meses previos a la Primera Guerra Mundial. Nos advierte de que nos va a relatar, no sabe si con total precisión, unos sucesos extraños que turbaron la vida del lugar y cuya escenificación comenzamos a ver…

A partir de ahí, y mediante una bellísima narración en blanco y negro y una recreación de ambientes y de atmósferas que tiene toda la densidad del mejor cine clásico europeo (Dreyer y Bergman son referencias oportunas), asistimos al desarrollo de una historia que, si bien está contada con cierta intriga de “caso policiaco”, nos acaba atrapando por la verdad y la crudeza con que nos muestra algunas claves (cabría decir, llaves arrojadas a un pozo profundo) que laten en el fondo de la condición humana. Y, en concreto, en la forma en que en nuestra sociedad cristiana y occidental se trasmiten los valores a través de la educación.

Con su trama jalonada de sucesos crueles y violentos que parecen obedecer a un plan maligno minuciosamente calculado, y sobre cuyos autores en seguida tenemos tan clara como insólita constancia, el retrato cuidado hasta en el menor detalle de una comunidad rural organizada en torno a severos criterios morales acaba siendo un desvelamiento de las mentiras “piadosas” que pretenden ocultar el horror de lo que tempranamente se sospecha y sobre lo que, también tempranamente, se aprende a comprender que es algo de lo que no se puede hablar, sobre lo que se impone la negación, el ocultamiento, el disimulo y finalmente la hipocresía.

Es difícil hablar con concreción de la película sin revelar partes de la trama. Es cierto, como han apuntado algunas críticos (y ya queda dicho), que su tema de fondo es la incubación del mal. Y también resulta coherente pensar que un clima similar al que la película retrata pudo ser el caldo de cultivo donde proliferaron ciertas actitudes que no sólo hicieron posible sino que alentaron las aberraciones del nazismo. Pero La cinta blanca es aún más inquietante: su trasfondo no sólo afecta a conductas condenables por su perversión. Arroja una mirada profundamente pesimista sobre la naturaleza humana, incluidos sus impulsos más nobles. Habla, en el fondo, del inevitable triunfo de la muerte.

Dejo aquí dos de sus secuencias más impresionantes, buenos ejemplos, además, de ciertos extremos que la obra recorre y de las elocuentes escenas de aprendizaje que en ella se retratan. La primera es, a mi entender, el momento más emotivo de la película. Y sobre su preciso, maravilloso y revelador diálogo acaso se sostenga todo el complejo edificio de esta reflexión sobre el mal que Haneke ha resumido en la evocadora imagen de la «cinta blanca». Un símbolo de inocencia y pureza que todavía los niños de mi generación llevábamos sobre nuestros trajes de comulgantes y en torno al que incluso se componían fervorosos poemas votivos que algunos no hemos olvidado: «En una caja escondida / guardo una cinta de seda / que es todo lo que me queda / del naufragio de esta vida.»


martes, 9 de marzo de 2010

Mudanza


Te ven tus ojos si me miras. Mira:
la luz que nos envuelve siempre vuelve
para dejarnos ser, su cuerpo leve
apenas pesa más que una sonrisa.

Y apenas se demora, aunque reviva
en el jardín de las miradas, tenue
como ataujía oculta que retiene
tu olor, la inundación de tus caricias.

Así me lleva el día de la mano
prendido en medio de una contradanza
que es la medida impropia de mi asombro.

Y así me va sin ir un viento extraño
robándome las islas de mi alma
que están ya sumergidas en tus ojos.




Imagen superior:
Edward Hopper: Sol en una habitación vacía (1963). Col Particular.
Tomada de WebMuseum, París.


Mudar está en la esencia de la vida. No hacemos otra cosa. Aunque otra cosa sea una mudanza en toda regla. Como la que no acabamos de culminar en la Posada. Pero ya casi, ya casi.
Los Macaco, escuchando “la llamada de Mama-Tiera” (sic), lo han cantado. Con éxito.

sábado, 20 de febrero de 2010

Solar


Si fuéramos capaces de reunir
las pistas dispersas a lo largo del día.

Si pudiéramos mantener la atención suficiente
para aprehender el lado imprevisible de cada fragmento
de realidad que cruza a nuestro lado.

Si retuviéramos
en su justa medida
la intensidad de lo que fue sonido
acorde con nuestro corazón
y ya es solo el recuerdo de un eco entre la niebla.

Si alzáramos la vista para sentir
el peso de tanta soledad como nos sale al paso
y nos deja aún más solos.

Si nos fuera posible pronunciar
las palabras en las que hunden sus raíces
las flores del deseo.

Si pudiéramos librar de sus cadenas
y de sus cerrojos
el cuerpo clausurado de la alegría
y los pasadizos de la imaginación
y sus minas secretas.

Si fuéramos capaces de salvar
de la mirada ausente
y de los gestos muertos
la inusitada luz que cada día trae
como un don que no conoce dueño
ni se agota en nosotros.

Si aprendiéramos a amar el bulto de la duda
y a no tenerle miedo
al doble filo de la misericordia.

Si solo en un instante…
Si solo en este instante...

Pero se desvanece
la ingenua comitiva de los heraldos blancos
y el día ya vencido nos refleja
con la mueca asombrada
del que no alcanza
a saber de dónde nacen
ni hacia dónde van
tantos sueños y ardicias
como siguen manando
de una fuente que parece inagotable.

Vivir bajo el inmenso silencio de los astros
y saber que eso es todo y es todo:
otro anhelo irreal y un cuerpo fugitivo.



Imagen superior:
Disco solar integrante de «Espacio México»,
obra de Andrés Casilla y Margarita Cornejo.
Parque Juan Carlos I de Madrid.
Fotografía © SPM, 2009

lunes, 15 de febrero de 2010

Vasos comunicantes

La dificultad de llevar La carretera a la pantalla parecía grande, pero el australiano John Hillcoat ha sabido afrontarla con soltura. Su película (The Road) no sólo resulta cercana a la estética y la inquietante mirada de la inolvidable novela de Cormac McCarthy, sino que establece con ella un fructífero diálogo del que ambas obras salen enriquecidas ante los ojos y la mente del lector-espectador.

La novela, de la que ahora queda plenamente confirmado el carácter poderosamente visual de sus imágenes, nos vuelve a atrapar a través de las concreciones y omisiones de la película. Y la película, que consigue tener vida por sí misma, resulta engrandecida a la vez por imágenes que las nítidas y abiertas palabras del texto nos ayudan a ver mejor.

Película y novela funcionan así como vasos comunicantes por los que circulan las mismas pero sutilmente distintas emociones, el mismo clima de frío, desolación y terror aunque con gradaciones diversas, y la misma apertura final hacia un futuro incierto del que no está excluida la esperanza.

Tal vez la película resulte en algunos momentos, sobre todo por el peso mayor (aunque no desmedido) que en ella tienen los flashbacks y por la concreción de la escena final, menos dura o más reconfortante que la novela, aunque en modo alguno cae dentro de lo edulcorado o la componenda del happy end, como podía temerse.

El logro de Hillcoat se apoya sobre pilares firmes. Uno de ellos, fundamental, es la interpretación de Viggo Mortensen y el niño Kodi Smith-McPee, que consiguen poner en pie con total credibilidad a los personajes del padre y el hijo que caminan por un mundo arrasado en busca del sur y del mar, en un estado de completa carencia de todo (excepto del fuego, el real y el de la bondad y la esperanza interior) y enfrentados a peligros de los que el peor no es la muerte.

Clave es también la fotografía de Javier Aguirresarobe. Sus tonos apagados, con una infinita variedad de matices dentro de los colores terrosos, consigue trasladarnos una visión de los paisajes y el clima de la novela que, además de fiel en lo esencial, es creativa: los imaginábamos así, pero no éramos capaces (hablo por mí) de verlos con tanta claridad... quizás porque la ceniza omnipresente en el libro nublaba el panorama.

Por otro lado, aunque la adaptación fílmica, obra de Joe Penhall, adelgaza el contenido del libro, prescinde de muchos de sus secos y maravillosos diálogos (tan bien articulados en el texto) e incluso deja de lado imágenes verbales muy poderosas (como algunas descripciones épicas de las hordas bárbaras que salen al paso de los protagonistas), la historia está contada con una capacidad de síntesis que ha sabido identificar y reproducir el nervio del relato. A la hora de concretar sugerencias o de optar por variaciones respecto a la narración (el origen del desastre, el pavoroso secreto que esconde la trampilla de una casa abandonada, el encuentro del final...) lo hace con solvencia. El arranque de la película, diferente al del texto, le da a la historia fílmica un orden más lineal que tal vez evite equívocos.

Una película, en suma, que no sólo respeta sino que exalta la novela, pues nos ofrece de ella una lectura inteligente e inteligible que invita a releer. Y cuando volvemos al libro, la nueva lectura pone en marcha en nuestra mente una nueva película. Estas afinidades se explican en parte porque el lenguaje de Cormac McCarthy, además de intenso y poético, es también muy cinematográfico. Su literatura, como la de otros muchos novelistas y poetas de los últimos decenios, le debe al séptimo arte la inspiración de ciertos procedimientos para concebir imágenes y planear el desarrollo de la acción. Puede que, como se ha dicho a veces, el cine no sea más que un género literario. Pero la literatura, la escritura, es probable que ya no pueda vivir sin los recursos de la imaginación visual introducidos por el cine.

Imagen de la película tomada de Sosmovier.

miércoles, 10 de febrero de 2010

La maleta de Casanova



Un poema de Félix Francisco Casanova

No hay instrumento para esta música
ni un bello rostro que usar como careta,
hoy sentado entre dos sueños
soy como un secreto en el arcón.
El jinete se duerme en su caballo
que es a la vez un sueño del jinete,
los muñecos bostezan cada noche
y su aliento de fieltro dura un año.
¿Y qué significan esas lápidas
y estas partidas de nacimiento?
si somos velos transparentes
superponiéndonos,
una maleta llena de hojas
de mano en mano
por un largo corredor.

(De Una maleta llena de hojas, 1977)


Resulta sorprendente, y también reconfortante, el amplio entusiasmo que la figura y la obra del escritor canario Félix Francisco Casanova (Santa Cruz de La Palma, 1956-Santa Cruz de Tenerife, 1976) están suscitando, justamente cuando se cumplen 34 años de su muerte en un accidente doméstico (un escape de gas mientras se bañaba) sobre el que, sin aparente fundamento real pero con cierta lógica literaria, siempre ha planeado la sospecha de que pudiera haber sido un suicidio.

Oí hablar por primera vez de Félix Francisco Casanova a mi amigo el escritor también canario Ervigio Díaz Marrero (Las Palmas, 1957), que era un gran admirador de su obra y que, allá por el año 1976 o 1977, en el colegio mayor en el que ambos vivíamos (el Johnny de Madrid) me dio a leer El invernadero, un libro de poemas de FFC publicado en 1974, y la novela El don de Vorace, aparecida poco antes de su muerte y cuyo protagonista fallecía de una forma similar a la del propio escritor (y de ahí las sospechas antes citadas).

Conocida y enseguida mitificada en el archipiélago, la obra de FFC, que su padre el también escritor (y poeta postista) Félix Casanova de Ayala divulgó y editó con devoción, ha ido reuniendo en estos años un número cada vez mayor de incondicionales fuera de las islas. Ahora, a raíz de la recuperación de El don de Vorace por la editorial Demipage (donde se anuncia la publicación de otras obras del autor), numerosas voces, encabezadas por la de Fernando Aramburu, están saliendo con entusiasmo a la palestra, al mismo tiempo que los principales suplementos y secciones literarias de la prensa del país, en un llamativo ejercicio público de unanimidad, le dedican espacios privilegiados, incluyendo portadas estelares (hay que quitarse el sombrero ante quien haya coordinado el relanzamiento). Y se suceden los elogios que llegan a comparar su obra con la del poeta francés Arthur Rimbaud, indiscutible dios tutelar de todos los poetas adolescentes.

Aunque opino que en esa exaltación hay un acento algo hiperbólico, la obra del malogrado poeta canario bien merece la difusión que ahora por fin parece alcanzar, y que viene a culminar una recuperación que ya se había iniciado hace un par de décadas, si bien de forma mucho menos rotunda, cuando la editorial Hiperión recopiló buena parte de su obra poética en el volumen La memoria olvidada (Poesía 1973-1976), aparecido en 1990.

La justa valoración de la obra poética y narrativa de F. F. Casanova es una tarea aún pendiente; ahora que por fin va a poder leerse con la amplitud y el distanciamiento necesarios, cabe esperar que no tarde en llevarse a cabo. Los comentarios y opiniones que he podido leer adolecen, en general, de cierta perspectiva mítica deformante y hay en ellas mucho más de admiración compulsiva que de análisis verdaderamente crítico, sopesado y argumentado sobre bases fundadas.

En cualquier caso, bienvenida sea esta “resurrección” de un poeta que en su corta pero literariamente intensa vida nos dejó “una maleta llena de hojas” en la que, a juzgar por la expectativas levantadas, algunos parecieran estar atisbando riquezas semejantes a las que en años aún recientes han sido recuperadas del famoso baúl de Fernando Pessoa.

Como contribución al “fenómeno”, aquí copio unos fragmentos de La casa del mar, novela breve de Ervigio Díaz Marrero que apareció en su día (1981) dentro de la Colección La Troje, editada por el colectivo de igual nombre que por esos años formábamos un grupo de amigos. Uno de los personajes clave de esta novela, Alberto, amigo íntimo de Hari, el protagonista, es un claro trasunto de Félix Francisco Casanova, a quien el autor de La casa del mar, sin duda influido por el mito que ya entonces se fraguaba en el ámbito isleño, tomó como inspiración para su propio proyecto literario, por otro lado tan afín a ciertas lecturas e intereses estéticos del desaparecido escritor. Díaz Marrero, que vive en Las Palmas, ha publicado alrededor de una decena de obras, entre las que figura la novela Hoy: El demonio en casa (1984), una divertida y lúcida parodia de algunas derivas “maléficas” de la televisión.



Fragmentos de La casa del mar (Madrid, 1981), de Ervigio Díaz Marrero

Alberto era un poeta adolescente que vivía al extremo este del Barrio del Mar y a quien me unía una natural simpatía, inspirada tanto por su persona como por su obra singular, en la que abundaban sustantivos extraños, tales como jibia, carámbano o vestiglo, usados tan inusualmente que sus poemas eran jeroglíficos de rara belleza, donde nunca se acababa de adivinar muy bien cuál era el sentido último que el poeta otorgaba a sus palabras. Su obra arrebataba a pesar de ello, debido a la audacia de las imágenes y a lo insólito de las construcciones, que delataban una pluma netamente capacitada, aunque el examen profundo del texto revelaba a veces falta de trabajo, complacencia del poeta con el efecto superficial conseguido, con menoscabo de la firmeza, el sentido y la profundidad de la obra.

Alberto era un poeta de casualidades que nunca se tomó demasiado en serio la literatura como trabajo objetivo en que el papel en blanco es el campo de batalla y la tinta el arma que enfrenta al poeta con sus limitaciones.

A mí sin embargo me apasionaba su obra en aquella edad incipiente y me apasionaba su amistad: pues era Alberto cálido y bello. El ritual de Ramón sobre la muerte y el sexo nos había proporcionado motivos suficientes para pasear juntos cuando la soledad nos abatía por el viejo muelle abandonado al este, más allá de su casa; era un muelle que en su tiempo se usó para cargar la fruta, cuando aquella zona hoy urbanizada era tierra agrícola, un muelle desolado a la sombra de un risco alto, al pie del cual un camino de piedras bordeando el mar lo comunicaba con tierra, camino que el mar barría cuando la furia lo desbordaba. A la izquierda el risco se levantaba vertical, inexpugnable.

Desde el muelle se observaban, sobre todo en invierno, soberbias puestas de sol sobre el horizonte limpio, rojo, el mar azul se oscurecía adquiriendo una tonalidad profunda, reposada, mientras el Teide, erecto sobre el horizonte atlántico, hacía pensar en el Jardín de las Hespérides, donde la mano de los dioses protege a los mortales de las inclemencias del tiempo. Perezosamente las gaviotas cruzaban el disco rojo que se ocultaba, que se movía. Alberto y yo, metidos en dos huecos del risco, aún caliente por el sol del día, al amparo del viento, veíamos la noche caer inadvertidamente, oscureciendo la luz.

Por unos instantes el día y la noche se equilibraban y la vida parecía detenerse, se escuchaba el silencio de la naturaleza inmóvil, el mundo dejaba de ser penumbra, paz, poblaba la tierra, vivificada por aquel encuentro armónico de las fuerzas, que olvidándose de su disparidad, de su disposición antagónica de luz y tiniebla, se identificaban con lo absoluto, en el crepúsculo; para de inmediato la noche, redoblando su fuerza, engullir al día, imponiendo la oscuridad.

Alberto y yo montábamos en el viejo pero aún rápido deportivo de mi padre y nos íbamos a la ciudad a vivir la noche cosmopolita, con los artistas. La gente del arte hacía gala de amplias libertades; el artista era un libertino que con sus excentricidades exorcizaba el fantasma de la decencia, la larva de la convención. Permitidme recordar mirando hacia dentro: sentí frío ante aquellos seres que esperaban a que abriera el primer bar de la mañana; hombres que veían leopardos paseándose entre las botellas de las estanterías; gente estrambótica, rostros escatológicos que como autómatas recorren con los ojos órbitas circulares, mientras cual pulpos de inúmeros tentáculos ejecutan furtivos movimientos.

Sentíamos atracción por tales contrastes. La calma silenciosa del muelle batido por la mar, pesaba. El ruidoso deambular por la ciudad iluminada ejercía sobre nosotros el efecto de un estimulante. La velocidad nos aturdía. Alberto amaba sobre todo la velocidad. Con pasión veíamos los objetos alejarse, la distancia reducirse, desaparecer. En la velocidad la materia no ejerce su tiranía. El espacio es una dimensión fantasma a quien la velocidad delata. El coche, deslizándose con frenesí sobre el asfalto liso, pulido como el cristal, nos devolvía intactos al Barrio del Mar, donde le ruido de las olas, insistente aunque sin ansiedad, monocorde pero sin repetición, renovaba nuestras energías agotadas en la noche. […]

Alberto amaba a su madre con ternura, en sus devaneos literarios su padre fumaba una pipa y su madre le velaba el sueño. Su madre no pudo velarle el sueño, fueron bruscamente separados por razones que nunca me explicó muy bien. Le dolía. A Alberto le dolía recordar que su madre no le dio el cariño que deseaba. Y la figura de su padre, fumando en pipa, era para él la de un viejo marino, inclemente como la mar, imposibilitado para el cariño. «La mar, lo que más temo», escribía subrepticiamente. Soñaba con puentes aéreos sobre el océano, sobre el piélago infinito, tenebroso, que subiendo, rebosando como la leche en ebullición, amenazaba engullirlo antes que como una flecha alcanzar la orilla opuesta, desesperadamente.

“Nadie puede hacerte daño, Alberto”, le decía, pero no me escuchaba pensando en su madre. “¿Qué sabemos de la inmortalidad del alma?”, respondía, dando a entender que, ignorantes en los asuntos más elevados, difícilmente la omnisciencia nos ampararía en la cotidianeidad. Qué pretendía, nunca lo supe. Le amé como nunca he amado ni nunca volveré a amar a un hombre. Es cierto, la falta de cariño en la infancia nos marca para el resto de la vida: porque si una madre nos ama consideramos a la tierra como nuestra tierra, porque si una madre no nos ama, esta tierra nunca será nuestra tierra.

Pero cuando Alberto alteró notablemente su carácter fue a partir de la escritura de Alero; durante tres meses estuvo trabajando con persistencia inusual en la obra. Alero era un escritor existencialista, excéntrico, que se creía muy imaginativo y que había intentado suicidarse varias veces, sin conseguirlo, por casualidad, lo que le hizo pensar que era inmortal. Originalmente la obra se llamaba El Don de Alero, pero yo opinaba que eso era obviar el asunto, reduciendo su significación poética; Alero, por sí solo, evocaba mejor al personaje y su mundo, además de que añadía la idea de algo flotando sobre el vacío.

Alberto se negó al principio tajantemente, de mal humor, a variar el título de la obra, pero un buen día me dio la razón llanamente. Yo mismo le ayudé en la revisión de los detalles y el acabado estilístico de no pocas de sus partes. Pero no pude hacer más y lo sentí, porque yo opinaba que había que suprimir capítulos enteros. Alberto era de esos escritores que creen que todo lo que sale de la pluma debe pasar a la imprenta, como si escribir y acertar fuera una misma cosa. Para él, por el mero hecho de haber sido escritas, las palabras merecían la pervivencia. Yo le preguntaba si todo lo que entraba en una cocina se lo comía. "Pues igualmente que de los vegetales se desechan las partes duras, de las carnes las incomestibles, de las latas los envases, así lo que el escritor escribe debe ser cuidadosamente separado, el fruto de la cáscara, la sustancia del accidente, el contenido del envoltorio que nos sirvió para traerlo intacto a la tierra, pero que después no debe ser expuesto en la obra acabada".

Pues mi idea era que el escritor se servía como de escaleras o puentes para acuñar determinadas expresiones, que luego debían ser desechadas una vez conseguido el objetivo. […] Interminable sería transcribir las largas conversaciones que Alberto y yo sosteníamos durante días enteros; Alberto no cedía, yo tampoco. Por eso su obra, Alero, nunca será una gran obra, aunque contenga destellos geniales. Y lo siento porque hubiera dejado a la posteridad una huella imborrable de su persona y no galimatías. […]

Alberto escribió, pues, Alero y se dio por satisfecho. El personaje, ya se ha dicho, se creía inmortal; carente de moral, de freno, de muerte que lo amenazara, que lo intimidara con la incertidumbre del más allá, Alero estaba dispuesto a perennizar sus imperfecciones, para horror del cosmos; matando, si las circunstancias se lo proponían, extorsionando, destruyendo. No era propiamente un personaje malo; antes bien actuaba inocentemente, obligado por su sino, por su don, que lo separaba del resto de la humanidad mortal, que él envidiaba. Mataba por distracción, por frivolidad, para procurarse un entretenimiento. Imaginaba lo horrible de su caso viendo siempre gente, dejando de ver gente, pisando tierra siempre, la tierra que algún día abonaría con sus excrementos. Entonces Alero daba una fiesta de disfraces en su casa, y provocaba un incendio para observar cómo la gente se desprendía de sus caretas al término de la vida, que para él no concluiría nunca, jamás, por siempre tendría que soportar aquella careta horrenda adherida a no sabía dónde. En un acceso de furia Alero intentaba desprenderse de su rostro para ver que había debajo, convencido de que no había nada, de que sobre la nada su careta se cernía. Aquel rostro verde, aquellos ojos rojos, aquellos labios abultados, constreñidos, violetas, eran una puerta al vacío, la mueca de la inanidad, la expresión del caos. A Alero lo encontraron también muerto, pero con el rostro desfigurado, no por el fuego, desgarrado, como si el espíritu de un tigre se hubiera posesionado de sus manos, ensañándose con él.

Nuestra amistad se enfrió; era como Alero se interpusiera entre nosotros. Sí, una creación mental nos separó. Alberto se volvió sarcástico, él que era encantador, naturalmente comprensivo. Cada día se parecía más a su personaje: repetía sus palabras, empezó a lucir una piedra roja, como él, y realizaba actos temerarios, tales como bañarse en el bufadero con la mar encrespada, lanzándose al mar desde los riscos altos, desde la cruz que él mismo levantara para Romy…

[Las páginas finales, que no transcribiré por no hacer interminable la cita, narran la muerte de Alberto en circunstancias similares a las que pusieron fin a la vida de Félix Francisco Casanova. Precisamente con esa escena concluye La casa del mar.]

martes, 9 de febrero de 2010

Grullas


Junto al gran río helado
vuelan también las grullas
en triángulo perfecto
y por las noches
el sueño de las plantas trepadoras
guarda el alma del mundo
en una inmensa urna de cristal
que nadie ha visto.


Dibujo © Jesús Muñoz

lunes, 1 de febrero de 2010

Avatar: te veo, te veo, tebeo...


Cuando el niño era niño (habla el que escribe) podía quedarse a vivir toda una tarde en la viñeta de un tebeo. Recuerdo, por ejemplo, aquella serie de Tamar, nunca de nuevo vista (salvo en la red) y por ello agigantada en la memoria, ya puro mito. Eran historias de un personaje claramente inspirado en Tarzán de los Monos y por tanto ambientadas en la selva. A todas luces, una variante pobre y autóctona del personaje de Edgar Rice Burroughs.
Las viñetas de Tamar recreaban parajes de la jungla, una maraña de lianas, plantas trepadoras, arbustos espinosos y animales salvajes. Pese a que los dibujos (excepto en la portada) eran en blanco y negro, las sugerencias de un escenario exótico y la sed de aventuras bastaban para disparar la imaginación, y cada pequeño recuadro cobraba vida y se transformaba en un escenario tan real al menos como la misteriosa alameda que se extendía entre el confín de la ciudad y el río, nuestro espacio predilecto para los juegos, incluidos los prohibidos, de la tarde del jueves.
El otro día en el cine, cuando la película Avatar enfilaba el final, y la heroína del mundo amenazado consentía la máxima cercanía al intruso perplejo, detrás de mi gafas tridimensionales sentí una sensación muy parecida: uno se podría quedar a vivir en ese mundo recreado con tal minuciosidad que más que resultarnos hiperreal parece que estuviera dentro de nosotros. La impresión se reforzó verbalmente cuando la muchacha pandórica pronunció las que tal vez sean las palabras clave de la película (no en vano ocupan un lugar destacado en la banda sonora): «Te veo, te veo» (I see you, I see you).
Las palabras de Naytiri, la heroína de los Na’vi, aluden a la revelación del conocimiento, puede que también al poder transformante del amor. Pero como el 3D de momento no permite distinguir ortografías, en mi interior resonaron como un «tebeo, tebeo» de clara evocación, punto crucial en el que caí en la cuenta de que quien estaba allí sentado, asombrado por tanto despliegue técnico, no se diferenciaba esencialmente del niño que algunos años atrás soñaba entre viñetas…
No sé si Avatar está llamada a convertirse en un hito del arte cinematográfico, con un papel similar al que en su momento desempeñaron 2001, la saga de Star Wars, Blade Runner o Matrix, por citar ejemplos destacados de filmes que marcaron, en diversas décadas y en variados sentidos, una raya en el agua de algunos géneros del arte visual por excelencia.
Mi primera impresión, tras contemplar la versión en 3D (que aquí sí que es una opción más que recomendable), es que se trata de un prodigioso tebeo dibujado con un despliegue técnico hasta ahora inédito (al menos en su complejidad: qué lejos queda aquel The Dark Crystal que en 1982 ya mezclaba actores de carne y hueso y dibujo animado), y cuya principal aportación es la de mostrarnos (quizás enseñarnos), mediante un relato mágico, en apariencia sencillo e incluso predecible, un nuevo modo no sólo de mirar sino de ver.
Curiosamente, esa originalidad del filme, hecha posible merced a avances técnicos de una refinadísima elaboración y síntesis, desde el punto de vista temático es también una fusión de motivos recurrentes, incluso con citas más o menos explícitas de obras precedentes (y no sólo fílmicas, sino del imaginario cultural colectivo), puesta al servicio de una historia que reflexiona de forma épica sobre la relación de los humanos con la naturaleza. Parece clara la intención primordial de poner el acento en los desastres derivados del uso puramente mercantil de los recursos naturales, en lo que sin duda puede considerarse un alegato ecologista. O, si se quiere, en lo profundamente equivocado del camino seguido por la civilización humana en sus tratos con la naturaleza.
Precisamente, la forma tan sofisticada, artificiosa, pero también osadamente artística, en que es recreada la naturaleza, concebida como un inmensa red de vida consciente aquí (el Árbol Madre) y más allá del más allá (el Árbol de las Almas), alcanza su mayor poder en la medida en que de continuo nos invita (casi nos obliga) a hacer un esfuerzo visual para profundizar en una reflexión que nos lleve hacia el espacio interior de la conciencia y así percatarnos de que es en ella, desde ella, donde únicamente puede surgir el impulso decisivo capaz de hacer posible que los avatares de la historia humana encuentren el camino hacia una vida más plena y más justa. En este sentido, la película es un algo ingenuo pero muy consciente recuerdo de que es preciso restaurar o reinventar un modo diferente de estar en el mundo.
La principal pega, a mi juicio, es que la historia, además de ser previsible, se demora gratuitamente [o no tanto: hay un público, quizás el principal destinatario comercial de la obra, que ha crecido a golpe de videojuegos; yo me quedé en los espejos cortantes y las pócimas del Príncipe de Persia] y se empeña en rizar el rizo de su ingeniería de efectos especiales hasta agotar, no sólo todo resquicio funcional de sus máquinas clónicas, sino la paciencia del que mira. Bastante antes de que llegue el final, la atención apenas puede permanecer fija en la pantalla y el espectador se entretiene contemplando el espectáculo del patio de butacas hasta advertir (¡no estamos solos!) que tras los lentes coloridos puede que haya algunas lágrimas no precisamente de emoción. Hay llantos que son también fruto de la fatiga o una forma de bostezo.
En resumidas cuentas, he de agradecerle a esta película que me haya dado pie para recuperar (o reforzar) cierta autoestima nacida de la comprobación de que mi cerebro aún mantiene la facultad de imaginar que suele atribuirse a la mente infantil. También la constatación de que los niños pueden contentarse con muy poco, sobre todo si viene envuelto en una inacabable exhibición de fuegos artificiales.
E igualmente, como corolario ya un poco ajeno pero no desdeñable a la obra en sí, Avatar nos aporta la sorpresa de ver los efectos que el producto provoca en otras mentes: ese curioso, rico, polémico e hiperbólico rastro que la última película de Cameron, a golpe de taquilla, va dejando por el mundo. Ejemplos extremos de ellos serían, por un lado, los problemas de adición que al parecer la película, como una droga, está causando. Y por otro, la sugerencia de que entre Avatar y la poesía de Góngora puede que haya algunos “pasadizos”, como con frescura y buena prosa sostiene Vicente Luis Mora en su original lectura.
Debe de ser cierto lo que el bien informado y agudo crítico sostiene porque durante las últimas noches he empezado a ver con otros ojos los prodigiosos laberintos verbales del poeta cordobés. Ay, don Luis, patrono bajo cuya discreta advocación se puede penetrar a cualquier hora en este Albergue, quién nos lo iba a decir. Siento que en el aire comienzan a tomar cuerpo los impulsos renovados de otro 27. Total, sólo faltan poco más de tres lustros. Y seguro que hasta entonces habrá (ojalá) muchos nuevos avatares favorables antes de que nos veamos abocados a la definitiva desencarnación.

Avatar es de luz con sombra un río / «por lo bello agradable y por lo vario [...]: / derecho corre mientras no provoca / los mismos altos el de sus cristales; / huye un trecho de sí y se alcanza luego; / desvíase, y buscando sus desvíos, / errores dulces, dulces desvaríos / hacen sus aguas con prestado fuego;/ engazando afluentes en su plata, / de selvas coronado se dilata / majestuosamente...»
(L. de G. Soledades, I, 490; 204-212).


Cartel de Avatar. Imagen de Tamar tomada de Todocolección