lunes, 26 de octubre de 2009

El monje y el gato (versiones y diversiones)

Durante mi reciente viaje por Irlanda pude ver en el Trinity College de Dublín una exposición sobre el Libro de Kells (la joya iluminada de su impresionante biblioteca) y otros antiguos manuscritos. La exposición estaba dispuesta al amparo de un hermoso lema, «Trocando en clara luz la oscuridad», tomado de un delicioso poema anónimo irlandés escrito en el siglo IX por un monje en un monasterio de St. Gallen, en tierras suizas (aunque hay discrepancias acerca de la procedencia). Copio aquí la versión, sin firma, que aparece en el folleto en español de la muestra (del que también he tomado la imagen superior).


Pangur Bán

Solemos yo y Pangur Bán, mi gato,
en lo mismo los dos pasar el rato:
cazar ratones es su diversión,
cazar más bien palabras mi pasión.

Es preferible a todo aplauso humano
sentarse con papel y pluma en mano;
y Pángur no me mira con rencor,
siendo él también sencillo cazador.

Frecuentemente, un ratoncillo errante
cruza el camino de mi gato andante;
alguna idea más, frecuentemente,
coge en sus redes mi afilada mente.

Vigila el muro con sus ojos vivos,
redondos, maliciosos, agresivos;
escudriñando el muro del saber,
mi poca comprensión busco extender.

Día tras día, a Pangur su ejercicio
lo ha hecho ya perfecto en el oficio;
yo noche y día alcanzo más verdad,
trocando en clara luz la oscuridad.


El poema me resultaba vagamente familiar. Buscando en mi biblioteca, no tardé en descubrir que ya había leído otra versión del mismo, aunque no la recordaba. La localicé en el volumen La poesía irlandesa, una breve pero sustanciosa antología traducida (a partir, creo, de versiones inglesas) por Marià Manent y publicada por Plaza y Janés en 1977, en su colección «Selecciones de Poesía Universal». Manent, en una nota previa, afirma, entre otros detalles, que «es un poema marginal del Codex S. Pauli y se atribuye a un estudiante del monasterio de Carintia». Confrontando ambas versiones caí en la cuenta de que la incluida en el folleto, probablemente realizada a partir de una versión inglesa, no estaba completa (quizás por necesidades de espacio) y me puse a indagar en la Red.

La búsqueda fue fructífera: no sólo localicé el texto original (puro hermetismo para mi absoluto desconocimiento del gaélico) sino que también encontré numerosas versiones inglesas, entre ellas las probables fuentes tanto de la traducción de Manent como de la arriba copiada (cuyo autor no he podido localizar). No tardé además en constatar que el poema es un verdadero clásico en el ámbito anglosajón. De hecho, cuenta con versiones inglesas realizadas nada menos que por W. H. Auden y por Seamus Heaney.

Hace unos días, Jordi Doce colgó en su blog Perros en la playa su traducción de otro espléndido poema de tema felino, obra en este caso de Peter Redgrove (El gato de Zoe), como regalo para celebrar el medio año de vida de Bigotes, el gato de su hija. En un comentario a la entrada mencioné a Pangur Bán y de allí surgió el ofrecimiento de Jordi de traducir la versión de Auden, al tiempo que sugería la posibilidad de que Rivero Taravillo, que lo sabe todo de las letras de Irlanda (y al que no es difícil suponer al cabo de la calle del asunto), hiciera lo propio con el original gaélico (no me extrañaría que esa traducción ya forme parte de su Antigua poesía irlandesa, pero no he podido comprobarlo).

Para que no caiga en el olvido la propuesta, aquí copio ambas versiones (dejo de momento a buen recaudo, para no complicar más el juego, la traducción de Heaney) y espero con expectación que, si se tercia, prosiga la diversión. De momento, tengo la sensación de andar dando vueltas a una intrincada madeja de sentidos, transformado yo también en puro felino feliz bajo la mirada un tanto mosqueada de Pancho, mi perro, que permanece atento a la jugada.


Pangur Bán

(Original irlandés tomado de esta web; confío en que sea una transcripción fiable.)

Messe ocus Pangur Bán,
cechtar náthar fria saindán:
bíth a menmasam fri seilgg,
mu memna céin im saincheirdd.

Caraimse fos (ferr cach clu)
oc mu lebran, leir ingnu;
ni foirmtech frimm Pangur Bán:
caraid cesin a maccdán.

O ru biam (scél cen scís)
innar tegdais, ar n-oendís,
taithiunn, dichrichide clius,
ni fris tarddam ar n-áthius.

Gnáth, huaraib, ar gressaib gal
glenaid luch inna línsam;
os mé, du-fuit im lín chéin
dliged ndoraid cu ndronchéill.

Fuachaidsem fri frega fál
a rosc, a nglése comlán;
fuachimm chein fri fegi fis
mu rosc reil, cesu imdis.

Faelidsem cu ndene dul
hi nglen luch inna gerchrub;
hi tucu cheist ndoraid ndil
os me chene am faelid.

Cia beimmi a-min nach ré
ni derban cách a chele:
maith la cechtar nár a dán;
subaigthius a óenurán.

He fesin as choimsid dáu
in muid du-ngni cach oenláu;
du thabairt doraid du glé
for mu mud cein am messe.


El poema de Auden

(Más que una traducción o versión, parece una recreación del tema; lo he tomado de esta web.)

Pangur, white Pangur, How happy we are
Alone together, scholar and cat
Each has his own work to do daily;
For you it is hunting, for me study.
Your shining eye watches the wall;
My feeble eye is fixed on a book.
You rejoice, when your claws entrap a mouse;
I rejoice when my mind fathoms a problem.
Pleased with his own art, neither hinders the other;
Thus we live ever without tedium and envy.


El cuarto hombre


En su apasionante libro sobre el 23-F, Anatomía de un instante, Javier Cercas construye con las figuras de Adolfo Suárez, el general Gutiérrez Mellado y Santiago Carrillo, los tres unidos por su gesto de valor ante la irrupción de Tejero en el Congreso, un triángulo humano que le permite analizar con profundidad y rigor, también con una notable pericia narrativa, lo que se dilucidó aquella tarde.
En su exhaustivo análisis de la significación política de aquellos gestos que resultaron decisivos para que la democracia no acabara siendo una vez más «un breve paréntesis en la historia de España», Cercas repasa las trayectorias de los tres políticos, analiza la carga simbólica y contradictoria de lo que sus figuras representaban y extrae interesantes (y también inquietantes y sin duda discutibles) conclusiones. Todo ello compone un verosímil, a la par que brillante, completo y sin duda polémico análisis de las complejas circunstancias que confluían en la realidad política de aquel momento.
Junto a estos tres hombres, sabemos que un papel también decisivo fue el que desempeñó en aquella fecha el general Sabino Fernández Campo, que acaba de fallecer y que, como es bien conocido, era a la sazón secretario general de la Casa del Rey.
Todo lo que conocemos de lo que ocurrió en la Zarzuela en los momentos posteriores a la entrada de Tejero en el Congreso (aunque probablemente nunca lo sabremos todo) realza el peso que en el desarrollo de los acontecimientos tuvo una decisión que, si bien tomada en última instancia por don Juan Carlos, fue alentada e incluso inspirada por su secretario: que el general Armada, el más que probable “elefante blanco” de la operación y, como tal, responsable último de la intentona (o de la más organizada de las diferentes tramas que en ella podrían estar confluyendo), no se desplazara a Palacio. Una decisión que acabó siendo providencial para que en ningún momento se pudiera sostener la falacia de que el rey estaba detrás del golpe. «Ni está, ni se le espera», fue la ya famosa frase, en la que algunos analistas sitúan el momento crucial en que el 23-F comenzó a fracasar.
En el reciente serial televisivo que dramatizó lo ocurrido en la Zarzuela en aquellas horas (23-F, el día más difícil del Rey), Emilio Gutiérrez Caba daba cuerpo, con gran credibilidad y excelente trabajo interpretativo, al general Sabino Fernández Campo. La ficción televisiva, con toda su carga de reconstrucción narrativa, un tanto hagiográfica hacia la figura del monarca, pero también con su respeto a fuentes contrastadas, enfatizaba el peso que el general tuvo en esa decisión. Uno de los momentos de mayor dramatismo de la serie lo protagonizaban las recriminaciones de que un abrumado Sabino era objeto por parte del Rey por el trato que se veía obligado a darle a Armada, su antiguo secretario, su leal amigo, casi uno más de la familia.
Hay razones sobradas para pensar que junto al rey, e incluso un minuto por delante de él en cuanto al manejo de información sensible, Sabino Fernández Campo fue el cuarto hombre que plantó cara a quienes querían imponer al país una deriva que hubiera convertido la Transición en un camino cegado. Por eso, ahora que sus días se han cumplido, la lucidez de este hombre en un instante decisivo merece nuestro reconocimiento. Descanse en paz.
Imagen: Sabino Fernández Campo, en una entrevista concedida a Efe (foto tomada de adn.es)

lunes, 12 de octubre de 2009

Ágora: más es menos


Me gusta el cine de Alejandro Amenábar.
Disfruté pasando miedo en Tesis, película con la que, además de recorrer a ritmo de pesadilla inéditos pasadizos de un escenario familiar (los de la Facultad de Ciencias de la Información de Madrid), pude recuperar la expresión firme y aterrada de los ojos de Ana Torrent, esa mirada que nos sigue interrogando desde la inolvidable colmena de Erice.
Soñé varias noches seguidas con el inquietante rompecabezas psicológico de Abre los ojos, a cuyas escenas les estuve dando vueltas durante mucho tiempo hasta descubrir (quizás influido por su muy pálida versión americana, aquella farragosa Vanilla Sky de Tom Cruise) que había algo de trampa en su laboriosa complejidad.
Me agradó respirar la atmósfera húmeda de los miedos infantiles (la curiosidad irrepetible de la infancia como verdadera llave del reino del terror) y recorrer los viejos escenarios de cine clásico tan bien recreados en Los otros, aunque un desenlace similar recién anticipado por El sexto sentido amortiguase el impacto de la "vuelta de tuerca" final.
Apenas pude contener las lágrimas en Mar adentro, ese sensible canto a la vida escrito en el mundo del dolor real por el tetrapléjico gallego Ramón Sampedro (aún conservo el recorte de su valiente testamento publicado en El País) y que Javier Bardem, junto a un coro de actores sin voces disonantes, convirtió en un hito de la interpretación.
Con todos esos antecedentes acudí el pasado viernes al estreno de Ágora, la última y muy esperada obra de Amenábar, tras el estrés del Oscar y cinco años de silencio.
En una de sus declaraciones el director acababa de decir que con su nueva película había empezado haciendo «una de marcianos» y que al final le había salido «una de romanos». También que su impulso inicial fue rodar un filme sobre astronomía, un tema que le apasiona desde que durante una travesía marina quedó subyugado por la inmensidad del cielo nocturno.
Ciertos avisos sobre la dura crítica contenida en Ágora contra el furor fanático de esa deriva del cristianismo que, tras su triunfo político, prefirió al mensaje de las bienaventuranzas la conversión de la cruz en signo del poder rumores en parte anticipados por un ronco frufrú de sotanas preconciliares parecido al que rodeó el estreno de Mar adentro o, más recientemente, el de ese valiente ataque frontal a la manipulación religiosa del dolor filmado por Javier Fesser en Camino contribuían a crearme un ánimo expectante.
Y con él acudí al cine, dispuesto a sumergirme en la recreación de la Alejandría tardohelenista, a caballo ente los siglos IV y V, y a disfrutar de la incorporación a la gran pantalla de la muy atractiva personalidad de Hipatia (o Hypatia: elijan la grafía), ese solitario ejemplo esgrimido en letra pequeña en las enciclopedias y manuales especializados para subrayar la contribución de la mujer al desarrollo de la matemática, la astronomía y la filosofía en plena decadencia del imperio romano.
La experiencia, lo digo de antemano, fue frustrante. Aunque contiene secuencias de gran belleza y exhibe un dominio notable de ciertos procedimientos, un poco al estilo Google Earth, para crear la «perspectiva cósmica» (Carl Sagan al fondo) desde la que se quiere contar la historia, Ágora me parece una obra fallida.
No es ya sólo, como han señalado algunas críticas, que el poderío técnico sea incapaz de encubrir una carencia casi total de emoción en este relato (y denuncia) del triunfo del fanatismo frente al ejercicio de la razón y la tolerancia. Es que la historia, aún admitiendo que en líneas generales pueda ser fiel a (o recree con verosimilitud y esfuerzo) lo poco que a ciencia cierta se sabe de la peripecia biográfica de la matemática y filósofa neoplatónica, no consigue sobrepasar los límites de la viñeta histórica.
Eso sí, dibujada con gran destreza plástica y muchos y muy vistosos artificios técnicos, incluyendo los veloces movimientos de cámara en fuga cenital con que están filmadas algunas escenas violentas de masas, un recurso eficaz para subrayar, por ejemplo, el ciego fanatismo de las hordas cristianas (los bárbaros parabolanos y su parafernalia de estética talibán), que acaban transformadas en un histérico ejército de diminutos roedores o, finalmente, en una plaga de devastadores insectillos. Una poderosa metáfora visual quizás destinada a levantar ampollas y que probablemente tendrá secuelas.
En consonancia con las preocupaciones astronómicas y matemáticas de la protagonista, que son una de las partes fuertes del irregular guión, la película también ofrece visualmente una perspectiva kepleriana del universo que da pie para que el punto de vista de la cámara simule situarse a veces, mediante hermosos insertos, en un hipotético telescopio astronómico (algo así como el Hubble o la visión que puedan tener los astronautas de la Estación Espacial Internacional).
Y aunque esa intención de subrayar en su nimiedad relativa los problemas de un pequeño planeta perdido «en la inmensidad del océano cósmico» incita a levantar la mirada y apunta hacia una reflexión de profundo calado (no es difícil ver en el conflicto político y religioso recreado un trasunto de los problemas del mundo actual), la historia acaba fatigando con su ramplona (por poco matizada) divulgación de tópicos culturales o inquietudes más o menos metafísicas (o estrictamente científicas) y que, en el mejor de los casos, sobrevuelan el relato como un telón de fondo de ricas sugerencias pero que apenas consiguen encarnarse en nada verdaderamente vivo.
Quizás el problema estribe en que Amenábar ha apuntado en demasiadas direcciones a la vez, tanto desde el punto de vista técnico como temático, y se ha olvidado de construir una trama lo suficientemente rica e intensa para encauzar tanto despliegue. Me da la impresión de que su papel de director se ha escorado hacia la sin duda compleja resolución de dificultades de producción y escenografía, y ha descuidado la dirección de actores (pese a contar con un reparto de relieve internacional), el ritmo de la historia, la riqueza de los diálogos (especialmente torpes en la primera parte), la construcción convincente de los personajes..., en fin, la carne narrativa necesaria para que las imágenes, además de su énfasis espectacular, pudieran contener un relato capaz de implicar al espectador.
Algún crítico ha apuntado que uno de los méritos de la película es que sus decorados, a diferencia de lo que suele ocurrir tan a menudo en muchas superproducciones, no caen nunca en la burda apariencia del cartón-piedra. Y es cierto. Los paisajes urbanos alejandrinos, la soberbia ubicación de la ciudad, presidida por el famoso Faro, los espacios interiores de sus edificios públicos (la Biblioteca, el Serapeion, los templos...), todo está retratado con extraordinaria verosimilitud y justifica el millonario presupuesto.
Pero me parece que no puede decirse lo mismo respecto a la construcción de los personajes, más allá de que sus atuendos y caracterizaciones externas estén igualmente bien inspirados en documentos gráficos de época, como los retratos funerarios del yacimiento egipcio de El Fayum. Quienes acudan al cine, como era mi caso, predispuestos a enamorarse de un personaje tan cautivador como esta mártir de la ciencia apenas recordada por la historia, creo que tendrán que aguardar otra oportunidad.
La inteligente y bella Hipatia retratada por Amenábar está tan lejos del nudo de sentimientos contradictorios que se tejen a su alrededor que su lucidez y su heroísmo acaban pareciendo impostados. Es un personaje carente de realidad carnal, ausente, casi ajeno, salvo en contadas escenas, a todo lo que no sea el discurso teórico. Una Hipatia dibujada, curiosamente, de forma elíptica, en un relato que cifra en la elipsis su genial (y quizás sobreañadida) intuición del movimiento de los astros.
No he podido comentar aún la película con mi colega y sin embargo amigo el cinéfilo Alonso, que es algo así como mi maestro zahorí en los terrenos de las ficciones filmadas. No sé si sus siempre atinados comentarios remediarán, como otras veces, mi posible ceguera. Me parece que no será el caso. Pero quién sabe.
Con un coste de producción de 50 millones de euros, que la convierten en la película más cara del cine español, y una presumible recaudación (1,2 millones el día de su estreno) que seguramente la aupará al primer lugar del ranquin nacional del taquillaje, me temo que estos, junto a algún truco técnico, serán los únicos y perecederos motivos por los que el quinto filme del joven maestro perdurará en la historia del cine.
Esperemos que sólo sea un paso en falso en la trayectoria de un director cuyas demostradas destreza y ambición artística dan pie para seguir albergando grandes esperanzas.

Fotografía: Alejandro Amenábar da instrucciones a Rachel Weisz (Hipatia) durante el rodaje de la película.

jueves, 8 de octubre de 2009

Inferos


«Al fin hemos llegado», dice Caronte.


No hay razón para hacer

del descenso al infierno

una tragedia.


Las grandes frases que nos acunaron

allá, entre los vivos,

son ahora el verde pasto

que rumían

los hijos del agobio

y los heraldos negros.


No se está mal aquí.

La luz siempre regresa

por el mismo lugar del horizonte.

Y a veces llueve.


Y dice un condenado:

«He de inventar mi propia historia.

He de encontrar

las huellas que conducen

al centro de los círculos concéntricos,

desde el que acaso fui

y aún no ha nacido

hasta el que vive en mí

y no me recuerda.

He de decirme la verdad:

no hay otra vida.»


Imagen: La barca de Caronte © Eric Martín Contreras.

Publicada con permiso del autor.


miércoles, 7 de octubre de 2009

Bucle

La famosa foto los muestra ahí, de pie y fugaces, en el Patio de Reyes del Real Monasterio, caminando frente a la granítica y enrejada pared de la zona monacal a la que dicen «La Siberia», pues apenas le da el sol en todo el año. Quien la probó lo sabe. El artista fotógrafo, con paleta cromática de espesa materia apropiada para el papel cuché, podría firmar con un expresivo Van de Boda, de flamencas sugerencias y en franca concordancia con el espacio artístico y la ocasión. Ahora parece claro que la interminable Correa (Gürtel) en realidad es un Bucle: todo está contenido en la misma espiral, en la misma ceremonia, que es por sí sola un símbolo elocuente, quién sabe si también delincuente, de una forma de hacer. Qué recorrido arduo para llegar al lugar ya sabido. A ese lugar de los nombres de vocales abiertas. No sólo nombres de personas concretas y más o menos próximas. También la onomatopeya de la estupefacción: aaaaah!