miércoles, 24 de noviembre de 2010

Las manos del hada


Más que a través de sus novelas realistas, apenas leídas al hilo de obligaciones escolares y pronto olvidadas (sin duda injustamente), mi pequeña experiencia de la narrativa de Ana María Matute galopa gozosa por el extraordinario reino de Olar, fantástico escenario medieval de Olvidado Rey Gudú, la novela que la escritora hoy galardonada con el premio Cervantes publicó en 1996, ante la sorpresa de un amplio sector de la crítica que no acababa de entender por qué, tras varios años de silencio, la autora se decantaba por la vertiente fantástica de su obra.

Recuerdo los días (más bien las noches) que pasé sumergido en las casi mil páginas de una narración que, no sin recovecos a veces excesivamente laberínticos, consigue poner en pie un territorio autónomo de la imaginación. O, lo que es lo mismo, un lugar en el que es posible vivir con la suficiente intensidad como para que la experiencia tenga valor por sí misma. Y que incita, además, a replantearse el sentido de muchos aspectos de la realidad. Es decir, los mismos ejes que mueven la gran literatura.

Años después, a finales de 2001 o acaso ya en 2002, la experiencia se prolongó con Aranmanoth, novela breve que podría parecer una rama desgajada del frondoso tronco guduesco, aunque en ella era evidente una inequívoca querencia por la mitología norteña (y, más en concreto, astur, o al menos así me lo pareció a mí), con su predilección por el musgo legendario de los espacios umbríos y los secretos arrancados al corazón del bosque.

Al calor de esos recuerdos, hoy me alegra mucho ver tan alegre a esta mujer, contemplar la energía de sus 85 prodigiosos años y el gesto tan vivo y tierno de sus manos (manos de alguien que ha vivido mucho), con esos dedos leñosos de hada silvestre y libre con los que ha ido tejiendo la tela maravillosa de historias como las mencionadas y otras muchas que justifican sobradamente un reconocimiento que ya tardaba en llegar.

Brujuleando por Youtube en busca de algún documento visual para ilustrar esta nota, llego a este insólito pero divertido homenaje musical, tras el que parece esconderse algún secreto amor de lector agradecido. O quizás sólo la seducción por la eufonía de un nombre. Aquí lo dejo.

La fotografía de Ana María Matute es de Jesús Domínguez; la he tomado de elmundo.es, edición de Andalucía.



domingo, 14 de noviembre de 2010

Berlanga pide la vez


Luis García Berlanga: señal de partida. Foto Cordon Presss.
Estaba cantado que tras la salida de escena de Manuel Alexandre, uno de sus actores habituales, Luis García Berlanga no tardaría en seguir la veredita por la que ya casi todos los cineastas y actores de su generación se han encaminado hacia una mayor o menor gloria póstuma. Eso sí, después de habernos hecho disfrutar de muchos de los mejores momentos que le debemos a la gran pantalla y a la imaginación, lo que a estas alturas es como decir a la vida en general, ya casi pura ficción ella también... si es que alguna vez ha sido otra cosa.

Pero aunque lo previsible se cumpla, y más aún porque se cumple, no deja de resultar desconcertante, amén de ominoso, que la visita de la vieja dama una a lo inexcusable de su llegada la crueldad de su reiteración. El propio Berlanga lo dejó dicho en una de sus últimas declaraciones con su habitual franqueza dialéctica: «El dolor me jode, pero morirme me jode más». La cabronada esa de la muerte.

Berlanga, junto con Buñuel y Bardem, es la otra gran B de las muchas "bes" grandes con que se escribe el cine español. Como muchos críticos han puesto de relieve, sus logros dentro de lo que suele denominarse la tragicomedia hispana no tienen parangón. Así lo demuestran la fundacional y ya archisobada Bienvenido Míster Marshall (1953), y sobre todo esas «dos auténticas cimas del séptimo arte» (Navajo dixit) que son Plácido (1961) y El verdugo (1963), joyas blanquinegras cuyo extraordinario fulgor es literalmente inagotable (la sabiduría 'erratil' quería que el adjetivo fuera «inagitable»; quede constancia). En estas obras, vida y muerte se dan la mano desde una mirada tan crítica como compasiva y reveladora de la profunda verdad que esconde el tópico tantas veces reiterado en su cine : «No somos nadie».

Igualmente destacable, aunque su mérito artístico sea de otro orden, me parece la trilogía del Marqués de Leguineche, y en especial sus dos primeros títulos, La escopeta nacional (1978) y Patrimonio nacional (1981), tan útiles aún para entender de dónde provienen ciertos atavismos patrios que parecen decididos a seguir dando la matraca hasta el final de los tiempos.

Y algo parecido puede decirse de numerosas escenas de La vaquilla (1985), o de algunos fragmentos explosivos de obras posteriores como Moros y cristianos (1987), Todos a la cárcel (1993) y París Tombuctú (1999), en las que lo "explosivo" tiene un significado estrictamente fallero no inapropiado en un director valenciano.

Entre tantas secuencias y, sobre todo, planos-secuencia memorables del cine de Berlanga, rescato estos dos momentos de Patrimonio nacional (1981), tal como los he encontrado en YouTube. El primero me parece adecuado digamos que por sus claras alusiones al momento y por la gestualidad decepcionada del marqués (Luis Escobar) en la escena del helicóptero. Y el segundo, por el gran Luis Ciges, uno de mis actores preferidos, único e inimitable en cada una de sus intervenciones. Calculo que habré visto veintitantas veces la descomunal metáfora del palo de billar y nunca he podido resistir la risa convulsa. Ambas escenas, además, tienen el añadido genial, tan propiamente berlanguiano, de que quienes caricaturizan con tanto vigor a la desopilante aristocracia española son en verdad aristócratas. O sea, realismo puro. Puro Berlanga.

Un subrayado final para amantes de curiosidades cinéfilas: el villancico que suena en la segunda escena de Patrimonio nacional es el mismo que se oye al final de Plácido: «Madre, a la puerta hay un niño».





viernes, 12 de noviembre de 2010

Para Ory


Post para Carlos Edmundo de Ory,
coinventor del postismo


Se nos ha puesto De Ory de puntillas
sobre un aerolito indescifrado
por mor de ver si es que hay del otro lado
algo más que un paisaje sin orillas.

Su música de lobo en soledumbre
y su flauta prohibida y melancólica
derraman sobre el día la hiperbólica
fragancia de la sombra y de la lumbre.

Lleva en sus manos tantas maravillas
que una lámpara más alerta el cielo
mientras él pasa. No miréis su vuelo.
Abridle la escotilla de la casa.

Que more en su morada y en su cava,
en su cabaña misericordiosa,
en su carne verbal, ligera y llena.

De Ory se ha ido. Sus palabras lava
de un volcán fueron, fuego de una rosa
que hace la noche arder solar y plena.



Foto de Ignacio Gil, tomada de abc.es


domingo, 31 de octubre de 2010

Tumba


Devana sombra en su telar la noche
y el viajero avanza entre la niebla. 
Las cosas mueren sus pequeñas muertes
bajo el silencio de la luz. El mundo 
huele a tormenta y a desván cerrado.  

Cierro la puerta. Tomo el libro. Leo. 

Por las palabras cada objeto tiene 
la doble vida de su ser sin cuerpo, 
grutas que el aire esculpe en la memoria. 
La noche, ahí fuera, es resbaladiza. 
Dentro se escucha una respiración. 

De vanas sombras, de deseos locos, 
se llena el día. 
Sigue, viajero, 
no te detengas. Y mantén la calma.




Lápida de la tumba de W. B. Yeats en el cementerio de Drumcliffe, 
condado de Sligo (Irlanda).
Foto AJR

jueves, 28 de octubre de 2010

Ruizgalán en la Urbe


La nueva sensación de la ciudad, aún semisecreta pero ya creciendo de voz en voz por corrillos cada vez más amplios del  país, se llama Ruizgalán. Tiene una llave como emblema y ha llevado a sus diseños de moda algunos insospechados latidos visuales de la urbe: manchones, desconchados, herrumbres, las ruinas menores que cada día podemos ver en cualquier esquina.

Pablo Galán Ruiz, que desde su último desfile-exposición firma sus creaciones como Ruizgalán, es un joven artista que utiliza la ropa como medio de expresión. Un diseñador textil que experimenta con los tejidos tomándolos como soporte artístico y busca convertir sus creaciones en un lugar de encuentro de muy diversas artes e industrias: ropa esculpida con sugerencias arquitectónicas e ilustrada con innovadoras técnicas de impresión.

El espacio Utopic_US, una nueva y singular sala de eventos en pleno centro de Madrid, acogió anoche el desfile de la nueva colección del joven diseñador. Fue recibida con entusiasmo por el numeroso público  que abarrotaba el espacioso recinto. Y en las laberínticas dependencias del sótano de lo que fuera una tradicional tienda de telas quedaron expuestas las instalaciones que varios artistas han hecho a partir de sus diseños.

 




Diseños de Ruizgalán "instalados" en el sótano de Utopic_Us.
Fotos © AJR, 2010 

La rica confluencia de procedimientos desde la que Ruizgalán se plantea sus creaciones se concreta en texturas capaces de sugerir distintos escenarios y emociones. Superficies sobre las que disponer, con toda la intención, una mezcla de estímulos que nacen de experiencias guiadas por el ojo, la mano, la mente y el corazón, y que acaban configurando el mapa de una sensibilidad alerta.

Diseños que, al ser desfilados en la improvisada pasarela, describen un paisaje humano duro y anguloso, con una mezcla de rigidez y levedad que resulta inquietante (tal vez porque a veces nos recuerdan impedimentas más o menos bélicas).

Y prendas que, colgadas y exhibidas como si fueran esculturas, fragmentos del teatro de la vida o seres deshabitados, se transforman en edificios minimalistas destinados a la contemplación, a la experiencia sensorial. Quién sabe si también en un reto a la osadía indumentaria de algún abanderado del futuro.

La Urbe de Ruizgalán nos enseña a mirar de otra manera el espacio urbano. Y, de paso, también a vernos a nosotros mismos con ojos diferentes. Sus diseños ponen sobre la piel y sacan a la luz los resquicios con que la ciudad, tal vez sin que nos demos cuenta, coloniza nuestro interior.


Ruizgalán en su estudio, fotografiado por Álvaro García para El País.

martes, 19 de octubre de 2010

Reinos












El reino del poema
es el silencio.
De él nace
y a él regresa
tras el vuelo
tan breve
de la vida.

El reino del silencio
es el poema,
el mapa que describe
sus provincias
de arena tatuada
que el mar borra.

Mi reino
es el poema
de la sombra
que ha de cubrirlo todo
hasta el silencio.

                                                           (Imagen y semejanza)


Guerreros-buda, esculturas de Xavier Mascaró expuestas 
en el Paseo de Recoletos de Madrid (febrero de 2010). 
Foto © Clara Ramos









domingo, 17 de octubre de 2010

El temblorcillo de la "i"


Se fue Manuel Alexandre por el mismo camino que antes siguieron Agustín González, Fernán Gómez, López Vázquez, Antonio Ozores... y tantos otros. Le han dedicado recuerdos y homenajes muy inteligentes, emotivos y bien documentados. Imposible añadir una línea que pueda aportar algo. Pero como no quiero que la Posada se quede huérfana de su recuerdo, contaré sin pudor una historieta privada un tanto embarazosa, aunque leve e insignificante como un pecado venial.

Durante mucho tiempo, en mis trabajos como redactor editorial, cada vez que en un artículo o en un pie de foto tenía que escribir el nombre de Manuel Alexandre, me asaltaba la duda de si concederle o no el Nobel. Quiero decir que dudaba si su apellido se escribía o no como el del poeta Vicente Aleixandre, que hoy parece un poco olvidado (salvo por los líos en torno a su casa y su herencia), aunque durante años, antes incluso de que le otorgaran el premio que ahora tan justamente le acaban de dar a Vargas Llosa, fue una referencia cultural de primera magnitud.

El caso es que, cansado de una duda tan estúpida y de los innumerables paseos a que me obligaba, en  aquellos remotos tiempos preinternáuticos, para consultar la grafía correcta en la biblioteca de la editorial (recuerdo sobre todo la redacción de Salvat, pero es posible que ocurriera más veces en la de Anaya), acabé por idear una estrategia mnemotécnica (también valdría sin la primera "n") algo enrevesada pero que acabó resultando eficaz. Consistía en asociar la característica más llamativa de Alexandre, el trémolo o temblorcillo de voz con que solía interpretar sus papeles, con la imagen de una "i" temblorosa, como de dibujo animado, literalmente aterrorizada ante la posibilidad de ser insertada en una palabra en la que no debía figurar. De ese modo, cada vez que me veía en la tesitura de escribir el nombre del actor, saltaba en mi cabeza una cautela cerebral: «¡Acuérdate del temblorcillo de la i!»

Curiosamente, el día en que me enteré de que en realidad el verdadero apellido del gran cómico era Alejandre, alguna otra asociación neuronal inconsciente reemplazó la elaborada triquiñuela, y ya nunca más tuve necesidad de acudir a fantasías vocales para escribir con corrección su nombre.

Descanse en paz, pues, Manuel Aleixandre, al que, ahora que lo pienso, no hubiera sido injusto concederle el Nobel al actor de reparto más actor de reparto de nuestro cine: o sea, alguien completamente imprescindible y de cuya peculiar dicción quizás una forma irónica de evocar el desparpajo del chuleta madrileño podremos seguir gozando al revisar su rica y larguísima filmografía.

Este vídeo de YouTube muestra los espléndidos minutos finales de Plácido (1961), la genial película de Berlanga que es algo más (mucho más) que un retrato de época. En ella, Manuel Alexandre interpretó uno de los grandes papeles de su carrera, y con el temblorcillo en todo su esplendor.: «Hoy vamos a comer cosas modernas, ¡como los americanos!»



Y, en este vídeo de Google, otra secuencia inolvidable: el encuentro entre el señor Roque Freire y el bandido Malvís-Fendetestas en El bosque animado (1987), de José Luis Cuerda.