lunes, 16 de septiembre de 2013

Tic tac, tic-tac, tictac



Nunca me han gustado los relojes. Hace más de treinta, quizá cuarenta años, que no llevo uno en la muñeca. Ni en ninguna parte de mi cuerpo. A no ser eso que llaman el reloj biológico, que es una metáfora, cruenta por más señas, y no cuenta. Y si se exceptúa el reloj del móvil, que es el único que a veces consulto. Pero no tanto para saber la hora como para precisar el día. Y eso solo si no lo he podido averiguar ya por la cabecera del diario. La hora la suelo mirar en el ordenador. O por el sol, vieja querencia apache. Así que las recomendaciones "publicitarias" de Cortázar (¿qué pensaría el Gran Cronopio de saberse así doblemente utilizado, en palabras y dicción?) llueven sobre mojado. Tiempo líquido, como los horrorosos relojes blandos del delirante Dalí. Ahora que lo pienso, quizás la prevención contra el cronómetro se me acentuó con aquel pasaje de Gulliver muy tempranamente leído, y que es un placer buscar, localizar y copiar ahora aquí (en la traducción de Pollux Hernúñez para Anaya, algo añeja pero con indudable sabor cervantino).


De la landre derecha, que albergaba en el fondo una maravillosa variedad de máquina, colgaba hacia afuera una gran cadena de plata. Le indicamos que extrajera lo que quiera que hubiera al final de aquella cadena y que parecía ser una como esfera plana, mitad de plata, mitad de algún metal transparente, pues en la parte transparente se veían ciertos signos extraños dibujados en círculo, que pensamos que podríamos tocar hasta que vimos como los dedos se nos paraban ante aquella materia translúcida. Nos acercamos a la oreja este aparato, que hacía un ruido continuo como el de una aceña, y conjeturamos bien que se trataba de algún animal desconocido, bien del dios que él adora, aunque nos inclinamos más por lo último porque nos aseguró (si es que entendimos bien, pues se expresó muy imperfectamente) que pocas veces hace algo sin consultarlo. Lo llama su oráculo y dijo que indicaba la hora de cada acción de su vida.

Deduzco, a posteriori, que no llevar reloj es una forma de mostrar mi agnosticismo frente al dios del tiempo. Sin duda, una rebeldía inútil. Pero necesaria. Da gusto sentir que le podemos pegar una patada a Cronos en el cielo de la boca, aunque sea mientras nos engulle.


«El reloj de Gulliver», de G. Pérez Villalta.
Círculo de Lectores, 2004.


(Tiempo contado, viernes 13 de septiembre de 2013, a las 13:13, 
mientras por la radio El Brujo recita: «Y a la puesta del sol devoramos con calma la carne abundante».)

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